martes, 20 de septiembre de 2016

Sobre la verdad

SI yo comenzara este escrito afirmando que la Tierra gira alrededor
del Sol, posiblemente no sorprendería ni alarmaría a nadie: hoy en
día casi todo el mundo concedería que tal enunciado es verdadero.
Si, por el contrario, comenzara afirmando que es el Sol el que gira
alrededor de la Tierra, las mismas personas afirmarían que el
enunciado es falso. Hay toda una gama de enunciados intermedios que,
si bien no se catalogarían de "indudablemente verdaderos" o
"indudablemente falsos", sí pueden ser calificados de "probablemente
verdaderos", "muy posiblemente verdaderos", o lo que sea. De hecho, estrictamente hablando, posiblemente lo correcto sea considerar que sólo hay un tipo de enunciados que sean susceptibles de ser absolutamente verdaderos en nuestras mentes: Aquellos expresando relaciones lógicas de ideas o hechos matemáticos. Se podría argüir que la enunciación de un estado personal -alegría, tristeza, etc- también se presta a la certeza, pero sin duda se trata de un tipo de enunciado radicalmente distinto, en tanto que tiene cierta relación con la realidad material. Además, los términos que aparecen en esos enunciados no están del todo bien definidos y responden a realizaciones lingüísticas de nuestra manera falible y simplista de percibir una realidad que las palabras no pueden llegar a modelizar de manera absolutamente exitosa. Aquí reside en esencia la singularidad de los juicios matemáticos y lógicos: en el hecho de que en ellos todos los términos involucrados están definidos con total precisión y en que están completamente desconectados de la realidad.

Así pues, ningún enunciado que no sea de tipo lógico/matemático puede prestarse a la certeza total. No obstante, eso no quiere decir que fuera del dominio de la lógica reine el caos total y no podamos aspirar a ningún conocimiento. Sobran los argumentos elaborados, puesto que la intuición más cotidiana ejemplifica que somos muy capaces de pensar en que algo es "verdad" y que algo es "mentira". Por ejemplo, si recién despertado, desde mi ventana, veo  a varias personas pasear con un paraguas en la mano, será lógico inferir que poco tiempo antes estaba lloviendo. Siendo un poco imaginativos, podríamos plantear la hipótesis de que ha habido una convención de amantes de los paraguas, o quizá que todas aquellas personas a la vez se equivocaron al sacar el paraguas de casa. Hay cantidad de hipótesis planteables (estrictamente, infinitas), pero, sin entrar por ahora en detalles y dejándonos llevar por la intuición, creo que hay un consenso global en que lo más "racional" (olvidándonos por ahora de cualquier definición rigurosa de este epíteto y dejándonos, de nuevo, llevar por la intuición) es pensar que, en efecto, minutos
antes había lluvia en las calles. Esto no quiere decir que yo estuviera dispuesto a apostar mi vida a favor de esta hipótesis (¡demasiado riesgo!); pero probablemente gustosamente apostaría una cantidad moderada de dinero, convencido de que "muy probablemente" acabaría ganando.


Este enfoque del tipo "teoría de juegos" (¿qué apostaría a favor de una hipótesis? ¿cuánto?) da una idea clara de que, cuando hay una reflexión de por medio, nuestra noción de que algo sea verdad es una noción de naturaleza probabilística. La "Verdad", por lo tanto, no es un valor binario; no es una variable booleana que se asocie como unos y ceros a los enunciados sobre el mundo que nos rodea. Más bien, se trataría (en caso de que una cuantificación fuese posible, lo cual, evidentemente, no es el caso) de una variable continua, que podría tomar (y aquí me voy a permitir elongar aún más el símil lógico-aritmético) cualquier valor entre 0 y 1.

Esto no es nada esencialmente nuevo; la concepción del adjetivo "verdad" en la práctica científica se entiende así desde hace tiempo: Yo no voy a decir que sea imposible encontrar los huesos de una gallina en los estratos del precámbrico, pero sin duda lo juzgo altísimamente improbable y vivo como si en efecto fuese imposible, ya que mi racionalidad teórica me ha conducido a "creer" en la Teoría de Evolución por Selección Natural. De manera similar, "vivo como si" la Teoría Cuántica o la Relatividad fuesen totalmente ciertas, a pesar de que me consta que en última instancia son modelos parciales -¡eso sí, aterradoramente exitosos!- de la siempre evasiva realidad. En efecto, y como dijo el Nobel Frank Wilczek, "lo imposible es muy improbable que ocurra". De nuevo, la idea de la teoría de juegos vendría muy al caso. ¿Por qué me convendría apostar, en general? La respuesta detallada conduce a la elaboración del método científico. Si tengo que apostar sobre una propiedad de una reacción química, haré mi apuesta basándome en cálculos mecanocuánticos. Aún cuando no conozca los detalles técnicos de cómo llevar a cabo esos cálculos, el saber acerca de la cantidad de predicciones exitosas realizadas en el contexto de la teoría cuántica, o de la tecnología, como los transistores, que se ha desarrollado gracias a una comprensión profunda de la física a esas escalas, haría que me decantase por esa prestigiosa y contrastada teoría a la hora de hacer mis apuestas. En definitiva, haré mis apuestas basándome en métodos que han resistido los intentos de falsación y que han probado su poder explicativo y predictivo de fenómenos observables en la realidad. 
 
 
Siguiendo con las intuiciones sobre lo que es la verdad para los humanos, es interesante notar que, desde niños, acontece en nuestros cerebros de forma natural el fenómeno psicológico de que desarrollemos una intuición sobre el significado del término "verdad". Es tan sólo lógico suponer que esta capacidad que desarrollamos de reconocer de manera instintiva "verdades" es un resultado biológico de la lenta acción de la evolución sobre las mentes. Esto ocurre también con los animales a muchos niveles. Por ejemplo, un bebé aprendé rápidamente a un nivel instintivo que si deja de agarrar un bolígrafo con los dedos, éste irá hacía el suelo, y no hacía la pared o hacía las paredes. Esta trivilidad encierra en realidad un hecho bastante asombroso: Que la evolución ha conducido a seres capaces de realizar predicciones sobre qué va a ocurrir en el mundo a corto plazo. Cuando crecemos, no tenemos una noción tan absolutista de la verdad sobre gran parte de las cosas de la vida. 
 
 Es esto lo que nos lleva a pensar en intentar definir algo que podríamos llamar "Valor de Verdad". Este Valor de Verdad (VdV, a partir de ahora) es una característica abstracta, puramente mental, artificial y auxiliar que puede, potencialmente, aplicarse a cualquier enunciado sobre la naturaleza del mundo o sobre las relaciones que se establecen entre sus constituyentes. Sería una suerte de medida de  cuán "acertado" es un cierto enunciado o complejo de enunciados; es decir, cuál es el "valor intrínsico" de estos. El VdV es, por supuesto, algo meramente intuitivo, pero cuya utilidad conceptual está clara desde la noción probabilista que estamos defendiendo aquí -tanto a un nivel epistemológico como a un nivel psicológico-. Para defender la creación y utilidad del VdV, nos basamos de manera crítica en tres aspectos:

1) La noción no-binaria (difusa o continua, si se quiere) del
concepto de "verdad"

2) La intuición sobre la naturaleza probabilística del concepto de "verdad"

3) La Teoría de la Correspondencia como base para definir la noción
de "verdad"

El último punto es delicado, pues hasta ahora no lo habíamos mencionado y es, en realidad, la motivación original para definir el VdV. La idea de la Teoría de la Correspondencia es, en principio, muy simple: Los enunciados (o complejos de enunciados) sobre hechos o propiedades tienen un valor íntrinseco en términos de la relación de correspondencia que tienen con las realidades extramentales a las que hacen referencia. Dado un cierto enunciado, si los términos que aparecen en él están correctamente definidos, éstos expresan cierta disposición material de unos hechos y relaciones materiales concretos. Por otra parte, los objetos extramentales representados por los elementos del lenguaje que les nombran en el enunciado en cuestión, tienen a su vez una cierta disposición material y relacional que es completamente extramental. De aceptarse esto, creo que debe de haber un consenso global sobre que estas disposiciones materiales concretas son incapsulables en lenguaje alguno. No obstante, el lenguaje, como representador de esas realidades extramentales, lleva a cabo -a través del enunciado- un modelo sobre cómo son unos ciertos hechos y sus relaciones. Para ser más claros: En la realidad extramental, contaremos con unos objetos materiales A,B,C,... y unas ciertas relaciones entre ellos, R,S,T...  El
lenguaje, a través de unos enunciados, construye unos objetos a,b,c.... y unas ciertas relaciones entre ellos r,s,t.... Entre ambos complejos de objetos/hechos/representantes y relaciones, existe a su vez una relación, que, si bien en último término es innacesible en todos sus detalles, es la que idealmente nos daría una noción precisa de cuán acertado y valioso es el enunciado (o enunciados) que queremos valorar.


El estudio de la relación de correspondecia se puede llevar a cabo
en imitación del proceder científico más elemental: El de utilizar
nuestros sentidos para corroborar la existencia o no de ciertas
propiedades y hechos expresados por el lenguaje. Es, por supuesto,
un debate difícil si esto puede conseguirse para cierto tipo de
enunciados. Sin embargo, esto no cambia el hecho de que sea la
asignación de VdV a los enunciados mediante procedimientos de
contrastación aquello a lo que debamos aspirar al intentar generar
cierto conocimiento sobre la forma de ser de la naturaleza y el mundo.

Hay que insistir, también, y a fin de evitar malentendidos, que las
relaciones de correspondencia son sólo parciales, debido a los
siguientes tres motivos:

1) Las relaciones materiales extramentales son, como hemos dicho, en
último término inefables e imposibles de determinar con todo detalle

2) En los enunciados (salvo casos muy específicos, como los
estrictamente científicos o lógicos) siempre hay cierta vaguedad en
los términos utilizados. Es imposible contar con un lenguaje
completamente preciso (¡un tal lenguaje sería infuncional, como
señalaba Karl Popper al atacar los impulsos de excesiva claridad
analítica de algunos filósofos!)

3) Los procedimientos de contrastación e investigación de las
relaciones de correspondencia son falibles y siempre sujetos a
revisión.


Sin embargo, estos hechos, que simplemente reafirman la infinita
complejidad de la noción de "verdad" y de la relación del lenguaje
con el mundo extramental, no supone la derrota total y la caída en
el escepticismo radical. Si nos perdiéramos en la filosfía sin más,
quizá sería tentador seguir ese camino. No obstante, hay toda una
tecnología basada en la ciencia que nos recuerda que, por
presuntuosamente derrotista que queramos ser al hacer filosofía, al 
final hay ciertos conjuntos de enunciados que, de algún modo u otro,
tienen más valor y se acercan más a la "verdad". De no ser así,
¿cómo se explica que se hagan predicciones y se construyan
ordenadores? Por lo tanto, existe de manera innegable la fortísima
intuición de que debe ser posible hablar de qué es verdad,  y de
cuándo un enunciado es más verdad que otro. Y si esto es así para la
electrónica o para la cirujía, ¿por qué no suponer que va a ser así
para un género mucho más amplio de enunciados, aún cuando la
realización concreta de determinar qué enunciados son los más
valiosos sea en último término una empresa irrealizable?

Por supuesto, en ningún momento queremos defender la absurda
creencia en un algoritmo para poder valorar ideas. La discusión
previa simplemente debe servir como motivación para entender porqué
es natural introducir un concepto como el VdV. Tenemos experiencia
histórica como para hacer ciertos juicios sobre las relaciones de
correspondencia, pero en ningún momento planteamos que esto sea un
sistema exacto o cuantitativo, lo cual sería obviamente ridículo.


Debemos detallar un poco más el concepto de VdV, pues hay aún un
elemento que no se ha discutido. Muchas veces -todas, en realidad-
los enunciados no se dan aislados, sino que están integrados en un
cuerpo más amplio. En este caso, la asignación de un VdV tiene que
ver también con el hecho de que el cuerpo global de enunciados tenga
una coherencia y cohesión interna que no lo hagan desmoronarse antes
incluso de pasar a la contrastación empírica. Algo parecido, pero en
mayor medida, pasa con los enunciados puramente matemáticos o
lógicos. Son de una naturaleza que llamamos analítica. Hasta ahora,
al hablar de enunciados y su VdV, hemos pensado en enunciados que
establecen hipótesis sobre disposiciones relacionales materiales y
extramentales. Pero un enunciado matemático tiene un VdV que es
independiente, por supuesto, del mundo empírico, puesto que no hay
ninguna relación a establecer con una realidad material extramental.
En la práctica, los enunciados y los complejos de enunciados tienen
elementos que viven en dos planos: uno lógico-matemático
/argumentativo y otro empírico/relacional. Así, una deducción de una
ley o teoría física tiene varios niveles en los que asignarle un
VdV. El trabajo matemático correspondiente que articula las
relaciones entre las distintas partes de la teoría tiene que
respetar unas reglas lógicas y racionales, mientras que la
experimentación y la observación tienen que arrojar evidencias de
que las relaciones de correspondencia son adecuadas. Si bien estas
ideas parecen sencillas de aplicar, en principio y sin entrar en más
detalles técnicos por el momento, a las matemáticas o la física,
parece complicado que ideas similares puedan ser extendidas a
enunciados "del día a día". De nuevo, la idea del VdV no es la 
pretensión generar un algoritmo de ningún tipo, sino alcanzar una
compresión teórica de qué es la "verdad", extendiendo de manera
racional y seria las nociones intuitivas que se derivan de la
percepción probabilística y de la Teoría de la Correspondencia.

Lo más parecido a un algoritmo sería un esquema mental sobre como
ponderar de manera reflexiva el valor que se le puede asignar a un
enunciado. Primero habría que realizar un estudio puramente
analítico, asegurándonos que, al menos a grandes rasgos y en lo
crucial, se entienden bien los términos y conceptos utilizados.
Después, se llevaría a cabo un examen de la consistencia lógica
elemental del enunciado, para a continuación desglosar el enunciado
en premisas, procesos de inferencia, conclusiones y, si procede,
examinar la calidad argumentativa (no procede, por supuesto, en un
enunciado puramente descriptivo y científico). Uno de los siguientes
pasos, quizá mal entendido en general cuando se trata de las
llamadas "Ciencias Sociales", es entender meticulosamente las
distintintas interpretaciones que se pueden dar al enunciado en
función del contexto en que se integre. Por último, cuando no se
trate de enunciados puramente analíticos, viene el paso fundamental de llevar a cabo procedimientos que permitan analizar las
relaciones de correspondencia con disposiciones materiales de hechos
conocidos o plausibles.


Repetimos e insistimos en que este esquema en absoluto tiene un afán
cuantificador en lo más mínimo. De hecho, da cuanta de una manera
muy explícita de la complejidad inasible que se da en la relación
entre el mundo mental del lenguaje y sus repsentaciones y el mundo
material extramental. Pero esto no debilita la concepción que
queremos desarrollar sobre la formalización aproximada de la noción
del VdV. Hay que insistir, pues, en que aunque no podamos precisar
cómo valorar las ideas, sabemos que esto se puede hacer
(esencialmente y en términos teóricos e ideales), pues esto lo
evidencia la obvia jerarquización de las ideas que se lleva a
cabo, no sólo en la ciencia, sino día a día en la mente de las
personas (recordemos el ejemplo de los paraguas).

Aunque está incluído en lo ya dicho, conviene resaltar lo valioso
que resulta para una idea/enunciado (en términos de ganar en VdV)
tener una mayor capacidad contrastable. Salvo en el que caso de que
nos la veamos con un enunciado puramente analítico, donde se
establecen relaciones entre objetos formales, una idea podrá ser
tanto más valorada cuanto más factible resulte llevar a cabo
procedimiento de contrastación que testeen las disposiciones
materiales y relacionales extramentales que representa a través del
lenguaje.

Desde este punto de vista, la creencia en un Ser divino como Zeus,
Mitra o el Dios del cristianismo, se basa en una idea que carece de
valor (en el sentido de que tiene muy poco VdV), pues si bien está
clara la supuesta relación de hechos extramentales que explicita la
hipótesis de Dios, no parece haber ningún argumento empírico que la
sustente de manera clara y con todos sus detalles, además de que
dicha hipótesis no proporciona ningún modo de que efectuemos
procedimientos de contrastación sobre ella. Por supuesto, queda
mucho que decir sobre la forma concreta de los procedimientos de
contrastación y las estrategias para diseñarlos. La respuesta, por
supuesto, se encuentra en el método (o métodos) científico, como
explicaremos y justificaremos más adelante, cuando, en vez de
ocuparnos meramente de una pregunta como "qué es la verdad", nos
ocupemos de asuntos como "a qué llamamos conocimiento" y "cómo
generamos conocimiento". Evidentemente, querríamos añadir, no
negamos la existencia de Zeus, Mitra o el Dios del cristianismo de
manera total. Esto sería absurdo. ¿Cómo podríamos estar
completamente seguros de algo, por definición, no contrastable? Sin
embargo, no cayendo en el error de los agnósticos, nos damos cuenta
de que el hecho de que tanto una hipótesis H  como su negación, noH
(ambas afirmando algo sobre la forma de ser del mundo y el
universo), sean no contrastables, no quiere decir que debamos
considerar H y noH equiprobables, pues esto nos llevaría al absurdo
de que cualquier hipótesis disparatada que se nos ocurrierra
formular al vuelo (como que hay caballos voladores de ocho patas que
se ocultan de la humanidad; por decir algo) debería considerarse
como verdadera con un cincuenta por ciento de probabilidad.

Desviándonos un poco de las cuestiones teóricas, a continuación nos
gustaría aplicar las anteriores disquisiciones a la disección de en
qué consisten las creencias humanas y en qué consiste la
jerarquización de las ideas en la práctica cotidiana de una persona.
...................

Uno siempre puede cuestionar los fines de sus semejantes. Incluso los que intuitivamente puedan parecernos más nobles o justificables pueden ser sometidos al yugo del relativismo. El escéptico se pregunta por todo y no tiene porqué dar nada por seguro. Así lo hace, por tanto, con las ideas morales y humanitarias. No obstante, nos vamos a permitir aquí partir de la intuición -o de la emoción o sentimiento- de que "queremos" avanzar como especia hacia una mayor comprensión del mundo que nos rodea.

Este fin puede ser puesto en entredicho. Yo no trataré de convencer a nadie de que éste es un fin "justo", pues tal cosa no existe. Si a alguien no le interesa este fin, no voy a discutir con ese alguien. Simplemente enuncio que, para mí, por una cuestión puramente emocional que no me veo mínimamente tentado de intentar justificar, comprender cada vez mejor el mundo material que me rodea es un fin importante. Puesto que me planteo este fin, me debo plantear a continuación cómo proceder para alcanzarlo, y cómo debemos proceder los humanos como especie para acercarnos a él.

El deseo de avanzar hacia una situación progresiva de mayor comprensión del mundo natural es, en síntesis, lo que llamamos humanismo científico. El humanismo científico consiste en tener como uno de los pilares del "progreso" (sea lo que sea éste en se conjunto) la adquisición de más conocimientos y comprensión sobre el universo extramental en el que vivimos. El progreso tiene, por supuesto, distintos factores y constituyentes fundamentales, pero es de la parte del progreso relacionada con el conocimiento de la que nos preocupamos aquí.

Si bien, estrictamente, nunca estaremos completamente seguros de enunciados afirmativos sobre la naturaleza, si podemos establecer una jerarquía aproximada sobre el conjunto de enunciados referidos a cierto fenómeno o relación de hechos. Para avanzar hacia una mayor comprensión del mundo, deberemos despreciar aquellos enunciados que están muy abajo en nuestra jerarquía, y que juzgamos altísimamente improbables (o directamente falsos), gracias a la aplicación de los métodos de contrastación y generación de conocimiento de que disponemos. Hay ideas cuya existencia y popularidad suponen un obstáculo para el progreso, tal como lo estamos entendiendo aquí, y es por ello que el humanismo científico debe consistir en activamente rechazar todas aquellas ideas con un Valor de Verdad despreciable.

Desde un punto de vista teórico, todo el peso de este discurso está desplazado, por supuesto, a la validez, utilidad, importancia y universalidad del Método Científico. No obstante, situándonos en el contexto del mundo real, algunas observaciones sencillas sobre la historia y la tecnología que nos rodea deberían bastar para acabar con el relativismo (que al fin y al cabo es el único enemigo de las ideas que defendemos aquí, una vez aceptada nuestra noción de progreso).

En efecto, las tecnologías de las que con tanta sencillez disponemos se basan en unos "conocimientos", en unas disciplinas científicas que tienen sus paradigmas y teorías. La tecnología es una evidencia de que el relativismo no es más que un juego del lenguaje, y que no puede ser una concepción seria del rango cognoscitivo de los enunciados sobre el mundo natural. Si los aviones vuelan, es gracias a una proeza de ingeniería que en último término se sustenta en unas ciertas leyes de la mecánica de fluidos, por ejemplo. Está claro que esas leyes de la mecánica de fluidos -independientemente del contexto cultural, social o económico en que fueron descubiertas- deben de guardar una relación de correspondencia con la realidad extramental a la que hacen referencia bastante satisfactoria (en el sentido de que el Valor de Verdad asociado es alto). No puede ser cierto que cualquier conjunto de enunciados sobre el comportamiento de los fluidos sea igualmente valioso (entendiendo valioso, insistimos, en términos de la consabida relación de correspondencia), pues la tecnología relacionada con la aviación utiliza unas leyes, enunciados y teorías concretas -los que se han mostrados exitosos ante el Método Científico a lo largo de la historia-.   Otro ejemplo serían las relativamente modernas técnicas de diagnóstico médico como el TAC, la Resonancia magnética nuclear o el PET. El PET se basa -en último término y simplificando en extremo- en algo aparentemente tan teórico y lejano a la cotidianeidad como es la existencia de las misteriosas 'antipartículas'. Las ideas de la Resonancia magnética tienen que ver con un entendimiento profundo del magnetismo y su interacción con la materia. Evidentemente, no es concebible que nuestras teorías sobre el magnetismo o las partículas nucleares sean arbitrarias y relativas cuando contamos con una tecnología que se basa tan críticamente en ellas y que se muestra exitosa día a día.

Los circuitos eléctricos, la telefonía, la genética... Son sólo ejemplos de tecnologías que estás inmersas en nuestro día a día y que evidencian la invalidez del relativismo, pues deja claro que las ideas científicas en las que se basan se acercan exitosamente al objetivo de representar la realidad extramental.  Todas estas tecnologías revierten a su vez, bien utilizadas, en la mejora de la calidad de vida de las personas, lo que sugiere que la noción de progreso científico que hemos defendido aquí puede ser, hasta cierto punto, objetivada -en tanto a que puede entenderse que es un fin intermedio si el fin inicial que nos planteábamos era la mejora de la calidad de vida de las personas-.

Todo esto no quiere decir que estemos cayendo en una perspectiva realista, donde defendamos que las teorías científicas son 'verdaderas' en el sentido binario tradicional del adjetivo 'verdadera'. Insistimos en que la noción de 'verdad' tiene un componente probabilístico, y que los argumentos que hemos presentado lo que hacen es evidenciar el hecho de que ciertas teorías sean "muy probables", en el sentido de que, hasta donde sabemos y hemos podido corroborar, presentan un grado de acuerdo con la realidad muy alto.

Armados con el hecho ya argumentado de que hay ciertas ideas, enunciados y teorías que puntúan muy alto en la jerarquía realizable a través del concepto de Valor de Verdad, podemos argüir que hay otras (sus negaciones, por ejemplo) que puntúan muy bajo y que por lo tanto debemos desechar para actuar conforme al fin que nos hemos fijado y a la idea de progreso que estamos defendiendo aquí.

Por ejemplo, podemos considerar un enunciado como "La Tierra tiene 5000 años", que no hace ni un siglo aún era popular en algunos sitios. Una idea como ésta está en clara contradicción con teorías científicas bien aceptadas, sobre las que hay un gran grado de consenso en virtud del grado de correspondencia que se ha comprobado que tienen con la realidad a través de distintas observaciones y experimentos. Por lo tanto, como individuos interesandos en el progreso científico, debemos rechazar esta idea como falsa (al menos, como falsa con una altísima probabilidad). No sólo eso: si además aceptamos la idea del humanismo científico como un fin, desearemos -para ser coherente con tal fin- combatir esa idea y, si es posible, a través de escritos o programas educativos, explicar y divulgar porque es una idea errónea que debe ser considerada un simple mito. 

Esto es a lo que nos referimos cuando hablamos de "apología de la intolerancia": la voluntad de no convivir pasivamente con las ideas y creencias en flagrante contradicción con el estado actual del conocimiento. Como ya hemos comentado, esta voluntad no sólo tiene que ver con el deseo de "saber más y mejor", sino que también es un requisito para aspirar a que los seres humanos vivan cada vez mejor. Por eso, una actitud activa contra las creencias irracionales, los argumentos negligentes, las posturas irracionales y las pseudociencias es una exigencia básica del humanismo científico y del deseo de progreso, tal como aquí lo entendemos.



domingo, 10 de julio de 2016

ADN: el secreto de la vida

El acrónimo ADN (Ácido desoxiribonucleico; DNA en inglés) ha traspasado el dominio de los términos técnicos y especializados para convertirse en un icono cultural, algo que a todo el mundo le suena y que hasta se puede usar metafóricamente en frases hechas ("lo lleva en su ADN"). La popularización de un término científico es, por supuesto, algo muy positivo, pero también conlleva un mayor peligro de que se haga mal uso de éste, al no conocerse de él apenas algo más que el propio acrónimo. Ese es uno de los motivos por los cuales es tan necesario divulgar y extender un conocimiento básico sobre qué es el ADN por toda la población. Otro motivo es, claro está, el hecho de que el ADN sea una entidad tan fundamental y relevante, tanto a un nivel biológico como a un nivel tecnológico. Las "grandes preguntas" (¿quiénes somos? ¿de dónde venimos?) pasan por el ADN y por un cierto grado de entendimiento sobre qué es esta molécula y qué papel (¡esencial!) ha jugado en nuestra evolución y en nuestra naturaleza. Además, el ADN posee una gran importancia más allá del dominio de la curiosidad intelectual que nos lleva a querer entender el mundo a nuestro alrededor: las modernas tecnologías médicas y forenses basadas en el ADN hacen que la biología molecular tenga más que nunca un impacto de peso sobre nuestras vidas de una manera muy concreta y palpable. Así pues, en este artículo nos planteamos dar una visión básica sobre qué es el ADN, cómo se descubrió y porqué es tan importante.

Siempre debe de haber sido obvio para los humanos que los hijos tienden a tener algunas similitudes físicas (y de carácter, a veces y en algunos aspectos) con sus madres y padres. Este hecho se normalizó tanto que dejó de resultar misterioso -como con todas las cosas que no comprendemos y que incorporamos automáticamente al conjunto de fenómenos que nos parecen intuitivos-, y, sin caer en el sesgo de confirmación, encontramos continuamente parecidos entre miembros de una misma familia, confirmando continuamente en la experiencia que existe la herencia biológica. Quizá fue Charles Darwin, gigante científico que fue unos de los descubridores y desarrolladores de la Teoría de la Evolución, uno de los primeros en plantear el hecho de la herencia biológica como un misterio que había que atacar científicamente. Habiendo planteado el mecanismo de evolución por selección natural, según el cual tienen más oportunidades de sobrevivir aquellos individuos con características adaptadas más idóneamente al medio, razonó que tenía que existir algún proceso físico por el cual un padre y una padre trasmitían sus características a su descendencia. Más aún, argumentó Darwin, tenía que existir cierto componente de aleatoriedad y volatilidad en ese mecanismo de transferencia, pues de otro modo no se explicaría la aparición de la variabilidad, elemento esencial en la evolución de las especies. Pero, ¿cómo eran exactamente esos elementos materiales que permitían la transmisión de características de madres y padres a hijos? Otro científico quizá tan popular como Darwin gracias a los años de instituto fue el monje Mendel, que en la decada de los sesenta del siglo XIX enunció unas leyes acerca de cómo se producía la herencia. Las leyes de Mendel fueron luego integradas en un marco teórico más amplio por Morgan e incluso matematizadas por el gran estadístico Ronald Fisher, uno de los creadores de la genética de poblaciones. Estas leyes, sin embargo, no acercaron a los científicos en absoluto a averigüar la base material de la herencia. Uno de los primeros pasos en este sentido lo dió el suizo Fiedrich Miescher en 1869 al aislar lo que él llamó nucleína, el componente químico del núcleo de la célula. Miescher murió al final del siglo, así que probablemente no llegó a preveer la trascendencia de su descubrimiento, aunque si que llegó a afirmar que la nucleína podía tener algo que ver con la herencia. Fué el premio Nobel alemán Albrecht Kossel quien, apoyándose entre muchos otros en el trabajo de Miescher, logró en la década de los setenta distinguir en la nucleína un componente proteíco y uno no proteíco que poseía un intrigante carácter ácido. A este segundo componente se le llamó ácido nucleico, y su descubrimiento sentó las bases de la resolución del misterio de la herencia. Kossel, además, aisló por primera vez las llamadas bases nitrogenadas, de las que hablaremos más adelante. Debido a la escasez del tipo de bases nitrogenadas (sólo hay cuatro tipos, cinco si contamos el uracilo que sustituye a la timina en el ARN), se pensó durante mucho tiempo que los ácidos nucleicos no podrían ser la base de la herencia, y que eran las proteínas (que presentan, en principio, una variabilidad mucho mayor) las macromoléculas capaces de almacenar y trasmitir la información de la herencia. Erwin Schrödinger llegó a expresar esta convicción en su famoso libro Qué es la vida, que animó a muchos físicos teóricos (como al mismo Francis Crick) a pasarse al campo de la biología molecular al tratar de hacer una descripción de la vida desde el punto de vista de la física y la termodinámica. Fue por tanto un descubrimiento muy sonado cuando, en 1943, mismo año de la publicación del librito de Schrödinger, un famoso experimento de Avery, MacLeod y McCarty demostró que el ADN era el material genético responsable de las transformaciones en bacterias. Este hecho fue definitivamente corroborado por Hershey y Chase nueve años más tarde.

                     Avery en su laboratorio



El descubrimiento del ADN y el desentrañamiento de sus propiedades y características es una proeza técnica en tanto que supone manipular objetos diminutos con gran precisión. Las células, los constituyentes vivos más pequeños que existen y cuyas agrupaciones en conjuntos especializados dan lugar a la vida macroscópica como la conocemos, son ya de por sí entidades diminutas cuya realidad no se intuyó hasta la invención del miscroscopio y cuya importancia no se entendió bien hasta bien entrado el siglo XIX. El ADN va varios pasos más allá en escalas de pequeñez. Hay que manipular los componentes del núcleo de la célula para poder aislar y estudiar la molécula de ácido desoxiribonucleico, como se esquematiza en la siguiente imagen:

                           De la célula al ADN
                       


 El punto álgido en la historia del descubrimiento de las bases químicas del ADN vino al comienzo de la década de los cincuenta, cuando se logró desentreñar la estructura exacta de la molécula. En una carrera agobiante por el descubrimiento, llena de tropiezos, bajezas y proezas, unos científicos de Cambdrige se adelantaron al equipo de Linus Pauling que trataba de resolver el mismo problema. ¡Si Pauling hubiese "ganado", es de suponer que se habría convertido en el único ser humano en haber recibido tres premios Nobel! James Watson, Francis Crick, Rosalind Franklin y Maurice Wilkins publicaron (por separado) distintos artículos que son hoy la base del entendimiento de la estructura del ADN. Hay, por supuesto, muchísimos científicos que realizaron aportaciones esenciales, pero resulta imposible mencionarlos a todos con justicia, lo cual debería ser el propósito de un texto histórico más profundo y específico. Franklin llevó a cabo unos experimentos de cristalografía de rayos X en una época en que la cristalografía con biomoléculas era un campo desconocido (otra cristalógrafa, Dorothy Crowfoot Hodgink, ganaría el Nobel en 1969 por sus trabajos fundamentales en este campo), y obtuvo unas imágenes novedosas que fueron la base para que Watson y Crick pudieran acabar realizando su modelo de la doble hélice.

                                Fotografía del ADN obtenida por Franklin en el laboratorio

 En 1962, Watson, Crick y Wilkins recibieron el premio Nobel por su trabajo. Desgraciadamente, Franklin había muerto poco antes de un cáncer de ovarios y nunca llegó a conocer la trascendencia de su trabajo. Hay toda una polémica en torno a la falta de reconocimiento que sus tres compañeros le brindaron, aunque lo cierto es que a día de hoy la deuda se puede considerar justamente saldada, pues Franklin ha obtenido tanta fama póstuma como la famosa pareja Watson y Crick.


                                  Watson y Crick, frente a su modelo de doble hélice

 
Está claro que, sin el trabajo fundacional de Franklin, el éxito de Watson y Crick habría sido imposible, y afortunadamente se ha reconocido ya de sobra el mérito de una científica sobresaliente que tuvo que lidiar con prejuicios y estereotipos indeseables manteniendo la pasión y el placer por descubrir.

         
                              Rosalin Franklin, en fotografías tomadas a principio de los cincuenta

                      
Al igual que el acrónimo ADN, el término “doble hélice” ha pasado a la historia no sólo en la literatura especializada sino entre el gran público. Una representación esquemática y poco detallada de la geometría de la molécula del ADN será reconocida inmediatamente por casi cualquier persona como precisamente eso, la doble hélice del ADN, o al menos como algo científico que tiene que ver con la biología y la herencia.

                          La famosa doble hélice, en representación esquemática


Las hebras helicoidales están compuestas por unidades alternadas de ácido fosfórico y de un tipo de azúcar llamado desoxirribosa (el azúcar ribosa sin un átomo de oxígeno) unidas covalentemente.

                           El ácido fosfórico, arriba a la izquierda, y la molécula de ribosa, unidos              covalentemente a través de un enlace oxígeno-carbono


Estas moléculas son la base estructural del esqueleto de la molécula: son como vigas metálicas sosteniendo una estructura. Para hacerse una idea de las dimensiones de las que estamos hablando, diremos que una de estas hebras da un giro de 360º cada tres y media milmillonésimas de metro, y que en cada célula de nuestro cuerpo podemos encontrar metros de ADN.
Este esqueleto en forma de doble hélice, aun siendo ese agente esencial, crucial, que da estructura y soporte al ADN, es en cierto sentido sólo un actor secundario en el misterio de la herencia: el código para la vida está escrito en las secuencias de las llamadas bases nitrogenadas, moléculas que se encuentran unidas a ambas hebras también mediante enlaces fuertes covalentes. Las bases nitrogenadas apuntan más o menos perpendicularmente desde la hebra a la que están unidas y hacia la complementaria. En cada vuelta completa de la doble hélice, podemos encontrar diez pares de estas bases.


                            La estructura química detallada de las cuatro bases nitrogenadas. Se encuentran unidas a las moléculas de desoxiribosa en el ADN.
                    

En el ADN, encontramos exactamente cuatro tipos de estas bases nitrogenadas: la adenina y la guanina (purinas) y la timina y la citosina (pirimidinas). Por brevedad, nos referiremos en todo momento a las bases por sus iniciales en mayúscula: A, G, T y C. Por una cuestión de afinidad química, siempre que en una posición de una de las hélices aparece una A, en la hélice de enfrente aparece una T, y siempre que aparece una G enfrente ha de aparecer una C. Ésta es la complementariedad de las bases nitrogenadas y una ley básica que siguen las dobles hélices del ADN. Así, si en una vuelta de una hebra encontramos la secuencia de bases ATGCCAGCTC en la hebra complementaria encontraremos TACGGTCGAG. A veces encontraremos la secuencia complementaria en el orden GAGCTGGCAT, debido al hecho de que las dos hebras de ADN no son paralelas, sino antiparalelas, lo que quiere decir que desde una de las hélices la otra se vería discurriendo “hacia abajo”

                              Representación esquemática del ADN
                       Representación esquemática del discurrir antiparalelo de las dos hebras helicoidales



Esta complementariedad quiere decir que, a efectos de almacenar información, en el ADN hay material redundante. No obstante, este tipo de estructura es absolutamente fundamental para la estabilidad, la seguridad y el proceso de transmisión de la información hereditaria.
¿Cómo puede una secuencia de cuatro elementos almacenar la información hereditaria  necesaria para que un hijo tenga los ojos de su madre o la nariz de su padre? ¿De qué manera una sucesión de tan diminutas moléculas puede contener las instrucciones para nuestro desarrollo? La respuesta es que esta información está cifrada, de manera similar a como uno puede con secuencias de un par de cifras codificar un mensaje en castellano. Imaginemos que yo decido representar cada letra del alfabeto por una secuencia de unos y ceros (la “a” con el 1, la “b” con el 10,…, la “h” con el 1000… ¡hay un patrón bastante claro que seguir, aunque cada uno puede inventarse el que quiera!). En ese caso, cualquier frase podría pasarse a una sucesión de unos y ceros. Podríamos convenir en representar todas las letras con secuencias de longitud seis, poniendo ceros a la izquierda cuando hiciese falta, de modo que no habría ambigüedad sobre la longitud de las secuencias al yuxtaponer distintas letras. Quizá convendríamos, también, en escoger una secuencia específica (digamos, 111110) para designar una coma, y otra (111111) para indicar un punto. Con el ADN pasa algo parecido: A, G, T y C serían las cifras. ¿Cuáles son las letras, las palabras y la longitud de las secuencias? Las letras son otro tipo de moléculas esenciales, los aminoácidos, que son los constituyentes “atómicos” de las proteínas (nuestras “palabras” o “frases”), esas macromoléculas ubicuas que son los agentes y herramientas protagonistas de todos los fenómenos importantes para la vida. Resumiendo y sin entrar en complicaciones (nos permitimos mentir ligeramente, a fin de no sobrecargar la explicación), una proteína es una secuencia de aminoácidos (recordemos, las “letras”) que se pliega y se dobla de maneras complejísimas, adoptando una estructura geométrica altamente específica que le permite llevar a cabo una función muy concreta. Hay decenas de miles de tipos de proteínas y cada una, en efecto, lleva a cabo una función muy especializada. Sin las proteínas, literalmente no existirían estructuras biológicas ni se llevaría a cabo ninguno proceso relacionado con la vida y su funcionamiento a ningún nivel. Las proteínas, pues, son las máquinas que hacen posible la vida, y el mecanismo de la herencia, dicho de una manera breve, consiste en un método eficaz y seguro de trasmitir a la descendencia la información necesaria para sintetizar esas mismas proteínas que permitieron la supervivencia y el éxito reproductivo de los progenitores. Ese método eficaz y seguro es (¡sorpresa!) la doble hélice del ADN con sus secuencias complementarias de bases nitrogenadas.



Hay exactamente veinte tipos de aminoácidos que juegan un papel en la vida en la tierra, y son las secuencias de miles de éstos (unidos linealmente por enlaces fuertes de tipo covalente –los llamados enlaces peptídicos-) y la manera en que éstas se pliegan obedeciendo las leyes de la física y la química lo que forma las proteínas. Una secuencia de tan sólo mil letras con un alfabeto de veinte caracteres da ya un total de veinte elevado a mil posibles proteínas, lo que ya es un número colosal e inmanejable. El número de posibilidades reales es, claro está, aún muchísimo mayor, e intentar imaginarlo puede dar una idea de la tremenda complejidad del funcionamiento de la vida a este nivel molecular tan básico.



Ya hemos dicho que, si los aminoácidos son las “letras”, las bases nitrogenadas son las “cifras” con que las codificamos. Pero, ¿de qué longitud han de ser las secuencias determinando una sóla letra? Desde luego no puede ser longitud 1, pues 4 es menos que 20 (que, recordemos, es el número de aminoácidos que se encuentran en los organismos vivos). Y, como 4 elevado a 2 es 16, aún menor que 20, la respuesta tampoco puede ser longitud 2. 4 elevado a 3 es 64, un número ya suficientemente alto. Y, efectivamente, la respuesta de la naturaleza es 3: una secuencia de tres bases nitrogenadas codifica para para un aminoácido concreto. Por supuesto, siendo 64 más de tres veces 20, hay varios tripletes (una secuencia de tres bases nitrogenadas) correspondiendo a un solo aminoácido, e incluso hay secuencias que quieren decir “fin de secuencia”. Ahora bien, ¿cuál es la traducción completa de aminoácidos a secuencias de bases? ¿Sabemos el código de cifrado usado por la naturaleza? Pues resulta que sí, esto se sabe y se pueden resumir de forma bastante conveniente en una tabla:



Esto es lo que se conoce como código genético: es un diccionario atómico que nos explicita qué secuencias de bases están asociadas a qué aminoácidos. Al ver una tabla como la de arriba, uno quizá se pregunte exactamente a qué organismo corresponde ese diccionario. ¿Es ése el código genético de los humanos? La respuesta es, a impresión del que escribe estas líneas, una de las más asombrosas y petrificantes que la ciencia ha dado jamás: Ese diccionario es, salvo excepciones puntuales, el mismo para todo organismo viviente sobre el planeta tierra. En otras palabras: el código genético es universal. No importa si eres un roble, un salmón, o un ser humano; el triplete ATG codifica una metionina (un tipo de aminoácido). Y esto, en efecto, es un recuerdo fascinante de que robles, salmones y seres humanos tenemos un origen común. Uno de los protagonistas en el desciframiento de este código de la naturaleza, de este secreto de la vida, es el Nobel de Medicina español Severo Ochoa, aunque por supuesto hay muchos otros, como Crick, Brenner, Khorana, Holley, Nirenberg y Leder (el premio Nobel de 1968 fue para Khorana, Holley y Nirenberg). 



Llegados a este punto, es ya obvio, aún sin haber profundizado en cuestiones técnicas, el papel central que el ADN ha jugado y aún juega en el fenómeno de la vida. La famosa doble hélice y sus bases nitrogenadas representan uno de los “secretos de la vida”, como exclamara Francis Crick emocionado al entrar en el Pub The Eagle en Cambdrige.  Pero la importancia del ADN no se queda ahí. Aún para alguien sin inquietudes por entender la naturaleza y las intimidades de la vida, el ADN y nuestra moderna capacidad para manipularlo pueden ser crucial a la hora de condenarle por asesinato o salvarle la vida. 



martes, 15 de marzo de 2016

Capitalismo y meritocracia

Nuestro sistema económico encuentra una cierta asociación social, intelectual y moral con la meritocracia. No es especialmente difícil encontrarnos con individuos, y en muchos casos con pensamientos propios, que justifican situaciones paupérrimas o de insultante riqueza basándonos en que el individuo que lo padece merece esa situación.
El término fue acuñado por el sociólogo inglés Michael Young en 1958 con un sentido algo peyorativo, en parte para justificar sus teorías de un futuro distópico. Pero el origen de lograr una posición “por méritos” es, obviamente, mucho más antiguo. Podemos decir que se “instala” en la sociedad a partir de la ruptura con el antiguo régimen y en ciertos campos como el funcionariado (que realiza oposiciones para lograr su plaza). El acceso a estos puestos va en función del esfuerzo individual y no en función de la clase social a la que se pertenece, consiguiendo así un mecanismo mucho más justo que el preexistente.
Sin embargo, hay que tener especial cuidado en no generalizar este aspecto a todas las carreras laborales y profesionales. Ciertas corrientes del liberalismo más radical, encuentran en la meritocracia una justificación moral para un sistema en el que no se le debe de prestar ningún tipo de asistencia al desfavorecido. Pues una vez reducido este a un individuo, y obviando todo el entorno en el que este ha desarrollado su vida, la culpa de su fracaso recae solamente en él. Con esto se logra esquivar el estado hasta sus últimas consecuencias, objetivo principal de estos. Por su puesto, esta justificación se extiende y se aplica para nuestro sistema real, que más que liberal se podría calificar de “capitalismo de amiguetes”, donde sí que existe un estado, pero que principalmente se apoya en ciertos individuos de éxito en campos muy concretos, casi estrictamente a nivel empresarial.
Me interesa más despegarnos un poco de los argumentos reales en contra de una ficticia meritocracia (donde el tráfico de influencias, la existencia de las herencias y las muy evidentes mayores facilidades que tiene las clases acomodadas en “aspirar a más”) e irnos a un plano más teórico. Tenemos que tener muy presente cual debe ser el objetivo último de nuestra línea de acción e ideológica, aunque eso nos lleve a contradicciones y cambios durante el camino. La política y la economía, no son una ciencia, y encontrar verdades absolutas es querer agarrarnos a un clavo ardiendo que ni siquiera está clavado. Creer, que en aras de una más que discutible “justicia social”, debemos realizar una brusca separación entre los individuos que están capacitados para ciertos campos y para los que no, o que los individuos no capacitados para ciertas aptitudes merecen ser apartados de la sociedad es un gravísimo error.

No hace falta ser adivino para darse cuenta de que vamos a una sociedad más tecnológica y mecanizada, en el que van a hacer mucha más falta individuos que demuestren altas competencias en el campo de la lógica y de la tecnología; y mucho menos individuos de capacidades manuales y físicas. Una correcta transición se debería planear desde el momento actual, con un sistema educativo eficiente que intente extraer las mejores capacidades del individuo y las desarrolle para que pueda aportar un bien a la sociedad y una carrera satisfactoria para el individuo. La otra opción (y con ciertos individuos se convertiría en algo inevitable, independientemente del sistema) es lograr un mayor reparto de riquezas en base a la mayor producción que generará una mayor mecanización; en otras palabras, un sistema de subvenciones, en el que se quebraría esa supuesta y deseada “meritocracia”. Lo ideal, de todas formas, sería inculcar en la sociedad ciertos valores relacionados con la búsqueda del saber y de la verdad, trabajar por el bien común y el beneficio general, pero ya nos metemos en un tema más utópico. Aunque, como he dicho antes, no hay que olvidar que el fin del camino ha de ser la felicidad del ser humano como individuo y el desarrollo del ser humano como especie, no al revés.
[Me da mucha pena tratar un tema con tantas variantes y tantos matices de forma tan escueta, dejándome muchas cosas en el tintero y conceptos muy mal explicados. Seguiré indagando sobre esto]


Un solo día al año, hace daño. El feminismo aún escuece.

Es ridículo que tenga que haber un día dedicado a las mujeres, a un colectivo que no se elige y que no representa a una minoría. Son el 51% de la población, pero para muchas cosas siguen siendo un 0%. Estamos en una época decisiva en este aspecto, en el que por fin se empiezan a hablar de temas como violencia de género, brecha salarial de género, igualdad, feminismo o patriarcado. Algunas de estas palabras todavía escuecen, y aún generan un debate innecesario y ridículo. Hablar de cómo acabar con el machismo puede ser un debate, negarlo o minimizarlo a casos particulares no lo es. Al igual que estas palabras se han instalado en nuestra vida, también lo han hecho términos puramente reaccionarios, como feminazi o hembrismo.
Puede que peque de “cuñao” al hablar de un tema del que entiendo poco, y del que todavía estoy aprendiendo; pero tengo claro que los hombres debemos de tener el deber moral de ser feministas y de no mostrar ninguna duda en defender esta postura cuando nos pregunten. También tengo claro que ser un hombre feminista no supone ningún mérito y no merece ningún tipo de homenaje ni de agradecimiento; es algo que debería ser, de entrada, normal y un requisito básico. Ser feminista por lástima o porque “te importan las mujeres a las que quieres” no es, ni mucho menos, legítimo. Se respeta a la mujer como se respeta a cualquier otra persona, independientemente de su género o de cualquier otra condición, elegida o no.
Los términos reaccionarios anteriormente citados surgen de parte de personas verdaderamente machistas que se oponen a una igualdad real, pero son palabras y posturas que acaban calando en gente que en principio no lo es. Y todavía, muchos y muchas, ven al feminismo como algo hostil, incluso lejano, que basa su existencia en un supuesto odio al hombre. Hay mujeres que odian a los hombres, claro; pero hay que ser conscientes de que son casos aislados y que no suelen suponer un peligro para la vida del hombre. El machismo sin embrago se lleva más de 800 muertes solo en los últimos 10 años, y supera con creces a las víctimas del terrorismo en España ¿No se debería exigir la misma contundencia que cuándo se combate al terrorismo etarra o yihadista? El tema de las denuncias falsas supone una pequeñísima minoría frente al drama machista. Cosas como la custodia compartida o como debe proceder la ley, pueden estar sujetos a debate, pero desde luego nunca para distraer del verdadero y gravísimo problema contra las mujeres, que es lo que muchos intentan.
Este cambio de actitud y forma de pensar tiene que partir de nosotros mismos. Apenas conozco a chicas que no hayan sufrido una situación en la que algún hombre no la deja en paz o la hayan dejado en ridículo por su condición de mujer. ¿Cuántos de vosotros os habéis sentido intimidados en algún momento por alguna mujer? En un mundo asquerosamente hipersexualizado como el nuestro, todo vale para ligar. El mundo de la noche, con el alcohol como principal excusa, se desatan instintos primitivos y abusivos. En el que un no, significa un sí, y en el que ligar deja de ser una experiencia gratificante para convertirse en un trofeo de caza donde dejar clara tu posición de “macho alfa” (la cual depende de la, más que subjetiva, belleza de la chica). Para la mujer, puede llegar a significar algo todavía peor. Probablemente haya perdido más de una ocasión para la ligar por ser excesivamente claro o por no haber insistido más de la cuenta, pero estoy contento de no haberle hecho pasar un mal rato a ninguna chica en esas circunstancias. Romperé la magia, pero me ganaré su confianza, ella tendrá la mía y pasaremos un rato divertido y agradable desde el más absoluto respeto, que es de lo que se trata. La forma en la que gran parte de esta sociedad ama y tiene sus relaciones de pareja, es propio de mentes enfermas. Pero eso da para muchas palabras más y ya me he excedido con el tema de hoy.
 

Profesores vagos, alumnos delincuentes. Pryzbylewski en The Wire.

Tras un buen rato de repetición de máximas, mandar callar y diversas riñas, el profesor se sale del guion antes de marcharse, y cuenta a sus alumnos alguna curiosidad relacionada con el temario. Los alumnos callan y escuchan, se asombran y sonríen, acaban preguntando sobre lo que antes les había aburrido o incomodado. Suena el timbre y termina la clase.
Ser profesor está considerado en el imaginario popular como un trabajo fácil, con pocas horas y de poco esfuerzo. Todos nos hemos encontrado con un profesor que simplemente se limitaba a cumplir unas horas, a repetir unos enunciados masticados y sin ningún tipo de profundidad. No ayuda el hecho de que la carrera de magisterio sea tan simple y corta. Esos factores se alejan de lo que es un buen profesor.
Ser un buen profesor es algo que se me escapa. No me considero que sea, ni mucho menos, un auténtico profesor, estoy empezando y estoy aprendiendo. Casi aprendo más por lo que veo que no funciona que por lo que sí. Quiero dejar antes claro, que siempre he dicho que buscar un método general para solucionar los problemas (sean del ámbito que sean, menos el científico) me parece algo muy inmaduro, pero no intentar mejorar las cosas es algo simplemente nefasto. Por eso mismo, no creo que un método educativo sea el correcto o el adecuado, pero hay que ver los fallos que tienen los que estamos aplicando.
Me gustaba escuchar a José Luis Sampedro hablar de su método de docencia basado en el “amor y provocación”, entendiendo el primero cómo cariño hacia el alumnado para que se sienta en un ambiente seguro en el que poder abrirse, y provocación como fisuras en la corteza de lo establecido para que se lo cuestionen todo y generen pensamiento propio, crítico y racional. Es un método al que le veo menos fallos que al que se suele aplicar en la enseñanza media.
Volviendo al tema de lo “fácil” que es ser profesor, no puedo estar más en desacuerdo. Es un auténtico y constante enfrentamiento, contra todo lo demás y contra ti mismo. ¿Cómo cambiar la perspectiva y la forma de ver el mundo de los alumnos si yo mismo no tengo claro cuál debe de ser mi actitud ante el mundo? Al final es un simple apuntalamiento de madera para que el descontrol de un adolescente moderno no se desate. La presa, mal apuntalada, acaba rompiendo, generando un país en el que 1 de 4 chicos no termina ni los estudios obligatorios, en el que casi la mitad de los jóvenes repiten curso en la ESO, en el que hay un 50% de paro juvenil, en el que el nivel de patentes por habitante está por debajo de países como Rumanía, en el que los adultos no leen y en el que numerosas personas piden que se abandone a estos chavales, pues si van mal, es “porque son unos fracasado” (El partido político Ciudadanos sin ir más lejos, apuesta por dejar pasar a los repetidores para echarlos, cuanto antes, del sistema educativo, ya que estos suponen un coste excesivo).
Y ahora me pregunto, ¿cómo hago que un niño se interese por las matemáticas o la física? Al niño que llevan años diciéndole que estudie con amenazas o con recompensas. Al que comenta con sus compañeros que “estudiar es un rollo”. Al que ve como en la televisión los personajes que estudian o aprenden no son los que destacan. Al que ve cómo cambian librerías de siempre por un nuevo Zara. Y el que ve como estudiar no siempre tiene recompensas laborales (como demuestra el alto paro incluso entre universitarios). Un niño al que nunca le han dicho que saber cosas nuevas es un placer, que las personas nacen curiosas, y que siendo más cultos, es más fácil que no le engañen, que viva mejor, que sea más feliz y que colabore a que el mundo y la vida de los demás sea mejor. Entrar en un instituto a día de hoy es encontrarse con la decepción, la desesperanza y la indiferencia, y eso tiene que cambiar.
Puedes pasar muchas horas con ellos, intentando que aprendan un temario, que no siempre es el adecuado. Pero cuando ves leves destellos de curiosidad y de intención de adentrarse en lo desconocido, solo por esos muy escasos momentos, el esfuerzo merece la pena. Aunque yo sea solo un profesor de apoyo en un trabajo temporal, no me da la gana dejar de intentar removerles por dentro, para que esa persona curiosa, con ganas de aprender y de mejorar las cosas, salga.